domingo, 3 de julio de 2011

La obra

Leopoldo Remero no publicó un libro hasta que tuvo 35 años. Y se lo auto editó. Hasta ese día había recorrido editoriales, concursos, librerías sin ningún tipo de éxito y con todo tipo de respuestas. Su obra, era considerada como abstracta por cuantos la leyeron. Cuentos o pequeñas novelas eran los formatos preferidos por Leopoldo. Hasta su gente más cercana, le mostraba la incomprensión que le producían sus escritos.
Leopoldo no se desanimaba. Cuando certifico que el reconocimiento nunca podría llegar por medio de otros, lo trato de alcanzar por sí mismo. Las herencias de su adinerado padre, y la parte del negocio familiar que se negó a continuar para disgusto y probable causa de muerte de su progenitor, le permitieron no solo auto editarse el libro, sino publicar un gran número de ejemplares y crear en su entorno una sonada promoción
Primero probó con la literatura. Después opto con el dinero. Y funciono. Compro a algunos de los más reputados críticos versados en el tema. Y sus críticas, dictadas por el propio Leopoldo fueron el trampolín definitivo hacia su éxito. “Leopoldo es el nuevo cenit del arte abstracto, un Tristan Tzara reencarnado, que con su obra el laberinto de los dioses, crea a partir de una melodía aparentemente desafinada, una gran música que para apreciarla hay que tomarla en la distancia….” “ Las ausencias de la muerte, es sin duda alguna el libro de relatos más original y completo que he visto, porque aunque aparentemente no se comprendan en un primer vistazo, sedimentan en tu interior saliendo a la superficie de tu intelecto pasado un tiempo, Leopoldo es el nuevo Dalí del arte..”
Criticas como estas convirtieron a Leopoldo Remero en el nuevo gurú de la literatura. No se convirtió en un lector de masas, pero sí de elites. Todo el que quisiese estar en el círculo alternativo de la cultura, debería haber leído y respetado a Leopoldo. Aunque realmente nadie lo entendiese.
La fama se acaba como el dinero. Y el dinero se acaba como la vida. Leopoldo vivió sus últimos años, tras una reputación efímera, solo y olvidado, en una pequeña casa a las afueras de Estrüg.
Pasaron aproximadamente 20 años de su muerte hasta que su nombre volviese a surgir, fantasmagóricamente en las portadas de los diarios. No era su dinero, ya gastado, esta vez el que le arrojaba allí. Fue, el descubrimiento.
Martín Ocampo, pequeño editor de una zona rural de Baviera, había leído y releído atentamente todos los escritos de Leopoldo sin encontrarles sentido. Es más, ni siquiera le gustaban. Pero por alguna extraña razón, esos textos le perseguían, y se dedico a investigar sobre la vida de Leopoldo para averiguar el porqué. La anodina vida de Leopoldo no le aporto nada. Ni sus declaraciones, ni sus explicaciones, ni sus viajes. Todo tan sin sentido como su obra. Una vida abstracta, anodina, pero abstracta, sin conexión, sin propósito, sin finalidad.


Cuando Martín empezaba a desistir, y por un azar que suena científico, hallo una respuesta. Sobre su mesa varios libros de Leopoldo abiertos por causa del viento que arrojo al suelo del mismo modo los cascos de las cervezas vacías. Martín, se acerco a cerrarlos y vio. Vio lo que no veía, como dice el proverbio chino “no permitas que un árbol te impida ver el bosque”. Cada cuento, cada novela un árbol, su obra el bosque. Sus escritos publicados por separado, inconexos, editados en formas diferentes y fechas diferentes formaban un todo que se descubría si se montaba el puzle de la manera adecuada. De esta manera, en un orden no cronológico todos los textos engarzaban unos con otros hasta crear uno solo. Una novela. Una magnífica novela, una magistral historia con un gran sentido que Martín comprendió al leerla como se debe leer. Entre lágrimas y risas, entre emoción y admiración, Martín supo que Leopoldo era un genio que había jugado una gran broma al mundo que no le supo comprender.





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