lunes, 4 de julio de 2011

Los nervios se le agitaron. Pensó que tal vez fuese solo la primera vez. Después supo que no, que seria así siempre. La calle estaba oscura. Tremendamente oscura. Como en las viejas películas que apenas ya recordaba. Escucho unos pasos que lo agitaron excesivamente. Vio una silueta y recordó otra vez esa película, pero el nombre no le salía de la punta de la garganta. Sintio el miedo que le impulsaba a abrir más los ojos. No conseguía recordarlo, algo como el hombre o los hombres o algo así. Los pasos, sin cadencia alguna,0 avanzaban, recordó el titulo de la película horrorizado, una mano se lo hizo olvidar. Soy yo susurro con una voz que parecía artificial. ¿Lo has traído?.
Saque mi viejo ejemplar de cuentos de Poe de la cartera y se lo puse en sus manos. La luz de los faroles le había ganado terreno a sus ojos, que ahora brillaban hermosos, bien por ese reflejo, bien por el atisbo de una ilusión que ya no se estila ni se sufre. Olio el libro, las manos le temblaban. Paso cada hoja recorriéndola con los dedos, a modo de ceguera. Lo agito junto a su oído, acerco la boca a la contraportada y susurro algo. Miro detenidamente algunas páginas que yo me sabía de memoria.
La luz había tomado su imperfecto rostro que por algún azaroso mal me atraía. Tenemos que apresurarnos le dije. Saco un manuscrito de la parte interior (doble fondo) de la maleta que acarreaba. Está escrito a mano casi grito mientras ella me tapaba toscamente la boca. Entonces vi los trazos, la textura del papel, los dibujos marginales, las notas de fondo…sonreí levemente. Después una lágrima cayó sobre la hoja. Su mano se volvió a alzar, esta vez sobre el papel, cuidado, ten cuidado, son únicos. Pero, ¿lo has escrito tú?…vi como su rostro asentía mientras su cara no decía nada o decía algo sobre el tiempo, la soledad, la distancia.
Guardo el libro de Poe en el doble fondo, me voy. ¿nos volveremos a ver? No me respondió. Se giro y volvió con paso cansado a la oscuridad. Escuche sus pasos alejarse mientras empezaba a leer.
Agotado caí rendido sobre el farolillo que mantenía la calle con luz. Tenía que destruirlo pensé al mismo tiempo que sentía que me había enamorado. Triture el libro en pedazos tan pequeños como las uñas de mis manos y los arroje por una alcantarilla.
Sentí de nuevo unos pasos, esperé en la luz, con el cuento atravesado en mi garganta. Habían pasado unas horas, no sé cuantas, pero algunas. Pensé en Poe mientras los pasos se dirigían hacia mí. La luz arrojo un rostro imperfecto que no era el de ella. ¿Qué hace usted aquí? me dijo suficientemente alto como para desagradarme en un mundo poblado de susurros. Vi que era un Controlador, me excuse, le dije que un paseo, que insomnio, que...estaba sudando ligeramente. Miró la alcantarilla llena de papeles flotando, recogió algún trozo, confeti, dijo para sí mismo y me dejo marchar.
Hacia tanto que no se leía que no distinguían los grafismos de lo que perseguían. Al contrario que la ley seca, la campaña anti-narcos u otras prohibiciones emprendidas por nuestros gobiernos, esta ley luchaba contra algo extinto de antemano, que no se practicaba, que se había dejado de usar.
Al llegar a casa vi mi rostro en el espejo de la sala. No me reconocí. Baje al desván como en la película “los hombres de abajo” y levante una de las tablas que cubría el suelo. Saque un cuaderno y un bolígrafo, me puse a escribir.
Los traficantes

domingo, 3 de julio de 2011

La obra

Leopoldo Remero no publicó un libro hasta que tuvo 35 años. Y se lo auto editó. Hasta ese día había recorrido editoriales, concursos, librerías sin ningún tipo de éxito y con todo tipo de respuestas. Su obra, era considerada como abstracta por cuantos la leyeron. Cuentos o pequeñas novelas eran los formatos preferidos por Leopoldo. Hasta su gente más cercana, le mostraba la incomprensión que le producían sus escritos.
Leopoldo no se desanimaba. Cuando certifico que el reconocimiento nunca podría llegar por medio de otros, lo trato de alcanzar por sí mismo. Las herencias de su adinerado padre, y la parte del negocio familiar que se negó a continuar para disgusto y probable causa de muerte de su progenitor, le permitieron no solo auto editarse el libro, sino publicar un gran número de ejemplares y crear en su entorno una sonada promoción
Primero probó con la literatura. Después opto con el dinero. Y funciono. Compro a algunos de los más reputados críticos versados en el tema. Y sus críticas, dictadas por el propio Leopoldo fueron el trampolín definitivo hacia su éxito. “Leopoldo es el nuevo cenit del arte abstracto, un Tristan Tzara reencarnado, que con su obra el laberinto de los dioses, crea a partir de una melodía aparentemente desafinada, una gran música que para apreciarla hay que tomarla en la distancia….” “ Las ausencias de la muerte, es sin duda alguna el libro de relatos más original y completo que he visto, porque aunque aparentemente no se comprendan en un primer vistazo, sedimentan en tu interior saliendo a la superficie de tu intelecto pasado un tiempo, Leopoldo es el nuevo Dalí del arte..”
Criticas como estas convirtieron a Leopoldo Remero en el nuevo gurú de la literatura. No se convirtió en un lector de masas, pero sí de elites. Todo el que quisiese estar en el círculo alternativo de la cultura, debería haber leído y respetado a Leopoldo. Aunque realmente nadie lo entendiese.
La fama se acaba como el dinero. Y el dinero se acaba como la vida. Leopoldo vivió sus últimos años, tras una reputación efímera, solo y olvidado, en una pequeña casa a las afueras de Estrüg.
Pasaron aproximadamente 20 años de su muerte hasta que su nombre volviese a surgir, fantasmagóricamente en las portadas de los diarios. No era su dinero, ya gastado, esta vez el que le arrojaba allí. Fue, el descubrimiento.
Martín Ocampo, pequeño editor de una zona rural de Baviera, había leído y releído atentamente todos los escritos de Leopoldo sin encontrarles sentido. Es más, ni siquiera le gustaban. Pero por alguna extraña razón, esos textos le perseguían, y se dedico a investigar sobre la vida de Leopoldo para averiguar el porqué. La anodina vida de Leopoldo no le aporto nada. Ni sus declaraciones, ni sus explicaciones, ni sus viajes. Todo tan sin sentido como su obra. Una vida abstracta, anodina, pero abstracta, sin conexión, sin propósito, sin finalidad.


Cuando Martín empezaba a desistir, y por un azar que suena científico, hallo una respuesta. Sobre su mesa varios libros de Leopoldo abiertos por causa del viento que arrojo al suelo del mismo modo los cascos de las cervezas vacías. Martín, se acerco a cerrarlos y vio. Vio lo que no veía, como dice el proverbio chino “no permitas que un árbol te impida ver el bosque”. Cada cuento, cada novela un árbol, su obra el bosque. Sus escritos publicados por separado, inconexos, editados en formas diferentes y fechas diferentes formaban un todo que se descubría si se montaba el puzle de la manera adecuada. De esta manera, en un orden no cronológico todos los textos engarzaban unos con otros hasta crear uno solo. Una novela. Una magnífica novela, una magistral historia con un gran sentido que Martín comprendió al leerla como se debe leer. Entre lágrimas y risas, entre emoción y admiración, Martín supo que Leopoldo era un genio que había jugado una gran broma al mundo que no le supo comprender.