Siempre creí en el destino. Y por eso me limite a esperarla sabedor de que su llegada se produciría en el preciso instante en que debiese.
La primera señal llego una tormentosa tarde de agosto. Corría con mi bicicleta por las veredas de mi pueblo, tratando de llegar a casa antes de que la lluvia comenzase a precipitarse sobre mí, cuando sentí un zumbido en el aire. Frene y mire al cielo. Un avión surcaba las nubes a 2500 pies de altura y sentí su carita pegada al cristal mirándome desde lejos. Entonces supe que era ella, y pedaleé con fuerza entre las gotas que corrían por mis mejillas.
Solo fui sociable por obligación. Cumplí los ritos del trabajo y del ocio, camuflado como una persona más. Trabaje, me relacione y viaje, todo con un aire de distancia que me caracteriza, una cierta sensación de ausencia de la realidad.
Volviendo de mi tradicional crucero que esta vez abarcaba el mar Egeo, Turquía y las islas griegas, percibí un segundo aviso. Estaba en la cubierta, ligeramente mareado por la cena de la noche anterior. A lo lejos otro barco navegaba en sentido contrario probablemente con dirección a las Canarias. Y desde mi posición inclinada sobre la barandilla del ferry vi una lejana figura en una barandilla semejante de un barco parecido. Me erguí y no pude menos que sonreír, pensado ensimismado que mi sonrisa seria devuelta por la suya en este juego de espejos.
El destino era como yo, tranquilo y paciente. Y el acercamiento era lento. Años más tarde, pasada ya mi treintena, disfrutaba de la piscina de mi ciudad para sofocar el soporífero calor urbano. Al lanzarme desde uno de los costados de la piscina, buceando sobre la superficie del agua, un cuerpo me rebaso por debajo de mí, acelerando ostensiblemente mi corazón. Supe que era ella. Cuando acerté a salir, la muchedumbre dominguera cubría toda posible vista.
El momento se acercaba, pensé optimista.
Me asome al buzón en busca de las cartas del banco y de publicidad. El piso del vecino estaba ya ocupado. Leí su nombre, Susana, y mi rostro tembló casi sin poder controlarme. Rápidamente cogí el ascensor perdiendo por primera vez en mi vida mis endurecidos nervios. En mi viaje ascendente, mi ascensor se cruzó con otro que bajaba. Entre los barrotes y las cristaleras pude ver un rostro fino de pelo largo, que erizó el vello de mis brazos. La cercanía del encuentro me trajo noches de agitación y sudor. Sabía que ha dos centímetros de mí estaba ella. Separados por una fina pared nuestros cabeceros reposaban el uno contra el otro, tratando de unir nuestros sueños.
Esos días pasaron largos para mí. Pero todo me indicaba que debía esperar. Que solo un pasito, un susurro, una pared separaba el ansiado momento. El destino me esperaba.
Todo ocurrió muy rápido, llegue al teléfono a duras penas y pedí auxilio con voz ahogada. La ambulancia corría hacia el hospital cardiológico mientras mi corazón infartado luchaba por seguir. La enfermera corría por el pasillo con mi camilla y yo a cuestas en dirección a la zona de cardiología, en lo estrecho del pasillo y entre la bruma del momento, note como otra camilla se cruzaba con nosotros llevando una mujer embarazada hacia la sala de parturientas. Mi corazón en un esfuerzo de consciencia me aseveró que era ella.
Susana paseaba con su carrito por la ciudad. Era un día agradable con tibio sol que ayudaba a calmar el frío. Se disponía a cruzar la calle cuando una funeraria paso a dos centímetros casi arrollando a su bebé. El enfado momentáneo, torno en turbación, y la turbación se convirtió en una horrible pena, como si en ese vehículo se hubiesen llevado a la persona de su vida.
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