El polvo flotaba entre la habitación. María tosió disimuladamente. Este trabajo le iba a llevar más tiempo del que pensó. Entre papeles y suciedad el día pasaba acompañada de la radio. Hasta que descubrió el juego.
Las pequeñas notas al margen de un cuaderno movieron su curiosidad. “Odio este trabajo, odio este trabajo, odio este trabajo” las palabras se repetían garabateadas a lo largo del papel. Quedaba todavía una larga semana para acabar de colocar el archivo del antiguo director de obra de la empresa. María apenas conocía la empresa, pues había sido contratada a través de una compañía de trabajo temporal para realizar esa tarea. El nuevo director de obra quería los papeles archivados en el plazo de dos semanas le dijeron. No hay explicaciones para el trabajo efímero y mecánico.
María releyó las peculiares frases reiteradas y no pudo menos de sonreír. A partir de ese día lentamente el trabajo fue perdiendo su monotonía. A modo de detective, María se fue componiendo una imagen del desconocido dueño de sus papeles. Estudiaba francés dedujo por las revistas que había en su cajón, bebía café con frecuencia concluyo tras ver las numerosas manchas que poblaban los folios, era francamente desordenado como certificaba su propio esfuerzo…Los papeles que hace unos días volaban con fruición hacia la cercana papelera, ahora pasaban suavemente por sus escrutadoras manos. Los despreciados grafismos ahora eran importantes datos a la hora de configurar el perfil. Maniático, futbolero, soltero, amante de la cocina, aficionado al deporte, Ken Follet, niño apadrinado, dos coches. El collage de su vida empezaba a tener una forma.
María amanecía con la incertidumbre de cada nuevo descubrimiento. Y el silencioso camino hacia la oficina, se convirtió en una ruidosa carrera hacia lo desconocido. El misterio le empezaba a gustar. Y cada pieza del puzle le sorprendía, le desilusionaba, le inmutaba, le emocionaba. Los pequeños detalles de la vida del misterioso hombre, empezaron a cobrar gran importancia en la tranquila vida de María. Una navaja en la repisa, un botón bajo los papeles, un pelo tras el armario, una foto en el cajón.
De la oficina a su casa mediaba un paseo en el que María recomponía los pedazos de su vida. En casa, sus tardes frente al televisor dieron paso a folios rellenos de notas, descripciones, fotos y objetos pegados por todas partes. Todos los trozos de la vida del desconocido eran plasmados en el papel, que se iba lentamente amontonando sobre sus días.
María empezó a pensar en la causa de su despido evitando preguntar a la escasa y huraña gente que se acercaba a visitarla. Le gustaba descubrir las pistas por sí misma, y sentía que era una traición el hacer trampas. Seguía las pequeñas huellas en la arena, que parecían dirigirse a todas partes. Cuando el nuevo director llegó, le recrimino la lentitud de su trabajo, y María solo lamentaba su timidez por no poder interrogarle. Quería ralentizar la tarea al máximo, agarrando el tiempo que le ataba a ese desconocido. Ese desconocido que irrumpió en su pequeña y triste vida de tardes de sofá. Algo extraño le unía a ese hombre de mediana edad, cabello rubio, ojos azules, aficionado a la cerveza y a los pasatiempos.
Entre sus documentos cada vez más notas marginales que cifraban un mensaje poético, pequeñas palabras y frases sueltas inconexas, que por alguna razón subliminal había dejado brotar, ideas absortas en otros pensamientos, palabras ocultas tras otras voces. Mensajes entre líneas que María creía comprender.
María palpaba los archivos siguiendo el invisible surco que sus dedos dejaron. Olía dulcemente sus bolígrafos, sus papeles, sus libros.
Quedaban dos días, y despedirse de un desconocido era algo realmente complicado. ¿Le habrían despedido? ¿Estaría de baja? ¿Permanecería en la ciudad? ¿Volvería? ¿Querría conocerla?. María pensó, pensó y pensó. Paseo nerviosa en círculos concéntricos por la sala de su enmoquetada habitación. Pensó, se mordió las uñas y se miro lánguidamente en el espejo. Cogió los folios de aquella vida y mirando la papelera los envolvió en el papel de aquel último lejano regalo que recibió. Dio un grito a la soledad.
La noche en vela era un trámite. En el fondo de su bolso descansaban todos los recuerdos, todos los detalles, todos los restos de otro momento, de otra persona, de otra vida, y María los había recogido uno a uno, con delicadeza, archivándolos, clasificándolos, recuperándolos del dramático olvido al que sometemos a las cosas insignificantes, a las palabras insignificantes, a los detalles insignificantes. Y ahora pensaba entregárselos a su dueño.
Imagino su reacción. Su miedo, su sorpresa, su emoción, sus lágrimas, su ira, su amor, su decepción. El nuevo director llegaba en diez minutos. Y sobre la mesa quedaban los tres últimos papeles pendientes de archivar. A modo de despedida los cuadro y los acaricio con su muñeca en un leve gesto. Uno a uno los pasó. Y su voz quedo petrificada en el silencio del despacho. El último folio voló por debajo de la mesa en un lento ondular hasta posarse en los pies del recién llegado director. “María, parece que has visto a un muerto” le dijo bruscamente mientras sus pies pasaban por encima de la esquela.
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